dimanche 6 décembre 2009

Libros y Caracoles

En realidad, lo mejor que coleccioné en mi vida fueron mis caracoles. Me dieron el placer de su prodigiosa estructura: la pureza lunar de una porcelana misteriosa, agregada a la multiplicidad de las formas, táctiles, góticas, funcionales.

Miles de pequeñas puertas submarinas se abrieron a mi conocimiento, desde aquel día en que don Carlos de la Torre, ilustre malacólogo de Cuba, me regaló los mejores ejemplares de su colección. Desde entonces y al azar de mis viajes recorrí los siete mares acechándolos y buscándolos, más debo reconocer que fue el mar de París el que, entre ola y ola, me descubrió más caracoles. París había transmigrado todo el nácar de las oceanías a sus tiendas naturalistas, a sus «mercados de pulgas».

Más fácil que meter las manos en las rocas de Veracruz o de Baja California, fue encontrar bajo el sargazo de la urbe, entre lámparas rotas y zapatos viejos, la exquisita silueta de la oliva textil. O sorprender la lanza de cuarzo que se alarga, como un verso del agua, en la rosellaria fusus. Nadie me quitará el deslumbramiento de haber extraído del mar el espondylus roseo, ostión tachonado de espinas de coral. Y más allá entreabrir el Espondylus blanco, de púas nevadas como estalagmitas de una gruta gongorina.

Algunos de estos trofeos pudieron ser históricos. Recuerdo que en el museo de Pekín abrieron la caja más sagrada de los moluscos del mar de China, para regalarme el segundo de los dos únicos ejemplares de la Thatcheria mirabilis. Y así pude atesorar esa increíble obra en la que el océano regaló a China el estilo de templos y pagodas que persistió en aquellas latitudes.

Libros y Caracoles
Confieso que he vivido

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