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Pedro Aguirre Cerda 1879—1941
Pero la vida me sacó de inmediato de allí.
Las noticias aterradoras de la emigración española llegaban a Chile. Más de quinientos mil hombres y mujeres, combatientes y civiles, habían cruzado la frontera francesa. En Francia, el gobierno de Léon Blum, presionado por las fuerzas reaccionarias, los acumuló en campos de concentración, los repartió en fortalezas y prisiones, los mantuvo amontonados en las regiones africanas, junto al Sahara.
El gobierno de Chile había cambiado. Los mismos avatares del pueblo español habían robustecido las fuerzas populares chilenas y ahora teníamos un gobierno progresista.
Ese gobierno del Frente Popular de Chile decidió enviarme a Francia, a cumplir la más noble misión que he ejercido en mi vida: la de sacar españoles de sus prisiones y enviarlos a mi patria. Así podría mi poesía desparramarse como una luz radiante, venida desde América, entre esos montones de hombres cargados como nadie de sufrimiento y heroísmo. Así mi poesía llegaría a confundirse con la ayuda material de América que, al recibir a los españoles, pagaba una deuda inmemorial.
Casi inválido, recién operado, enyesado en una pierna -tal eran mis condiciones físicas en aquel momento salí de mi retiro y me presenté al presidente de la república. Don Pedro Aguirre Cerda me recibió con afecto.
-Sí, tráigame millares de españoles. Tenemos trabajo para todos. Tráigame pescadores; tráigame vascos, castellanos, extremeños.
Y a los pocos días, aún enyesado, salí para Francia a buscar españoles para Chile.
Tenía un cargo concreto. Era cónsul encargado de la inmigración española; así decía el nombramiento. Me presenté luciendo mis títulos a la embajada de Chile en París.
Gobierno y situación política no eran los mismos en mi patria, pero la embajada en París no había cambiado. La posibilidad de enviar españoles a Chile enfurecía a los engomados diplomáticos. Me instalaron en un despacho cerca de la cocina, me hostilizaron en todas las formas hasta negarme el papel de escribir. Ya comenzaba a llegar a las puertas del edificio de la embajada la ola de los indeseables: combatientes heridos, juristas y escritores, profesionales que habían perdido sus clínicas, obreros de todas las especialidades.
Como se abrían paso contra viento y marea hasta mi despacho, y como mi oficina estaba en el cuarto piso, idearon algo diabólico: suspendieron el funcionamiento del ascensor. Muchos de los españoles eran heridos de guerra y sobrevivientes del campo africano de concentración, y me desgarraba el corazón verlos subir penosamente hasta mi cuarto piso, mientras los feroces funcionarios se solazaban con mis dificultades.
Confieso que he vivido, Memorias. Editorial Losada, Quinta Edición: Buenos Aires, 15 - IV - 1976, Páginas 191-192.
Primera Edición, Editorial Losada, S. A. Buenos Aires, 1974.
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